No nos
toca nada (bueno, la semana pasada 90 céntimos) y nos sentimos pobres,
desgraciados, poco afortunados. Pero no es así. Las cosas no siempre son como
creemos que son.
Os voy
a contar una historia.
Fue en
el aeropuerto Madrid Barajas cuando todavía se llamaba solo así. Un día de estos
de huelga de controladores aéreos, que provocan unos retrasos
insufribles.
Una
muchacha aburrida, decidió comprar un paquete de galletas en una de las tiendas
de la Terminal.
Cuando
regresó a su asiento en una de las salas de espera próxima al embarque, buscó
entretenimiento en su libro, que estaba muy interesante. A su lado se sentó un
hombre que sacó una revista y también comenzó a leer.
Cuando
ella cogió la primera galleta, el hombre también tomó una. Ella se sintió
violenta, pero le dio vergüenza decirle nada. Y continuó leyendo.
Al rato
se repitió la
situación. Ella cogió una galleta y él, con total naturalidad,
cogió otra. No se atrevía a decirle nada, pero su indignación hacía que no
pudiera concentrarse y que volviera a leer el mismo párrafo una y otra vez sin
saber lo que estaba leyendo.
Cada
vez que ella tomaba una galleta, él cogía otra.
Estaba
enfurecida. “Me están entrando ganas de meterle un puñetazo en el ojo” pensaba.
De hecho, a punto estuvo de darle con el libro en la cabeza una de las veces que
el tío descarado volvió a meter la mano en el paquete de
galletas.
Así
estuvieron hasta que tan solo quedó una. La chica, que aunque seguía mirando al
libro, ya había abandonado por completo la lectura, pensó “queda una, a ver qué
hace el sinvergüenza este”. Y no penséis que el hombre se acobardó. Todo lo
contrario. Cogió la última, la partió por la mitad, se comió media sin inmutarse
y dejó ahí la otra media.
La
chica, a la que no le he puesto nombre, estaba enfurecida. Le iba a decir algo,
cuando por fin anunciaron su vuelo.
Relajada,
se sentó en su asiento, ya en el interior del avión, abrió el bolso para guardar
su tarjeta de embarque y cuál fue su sorpresa cuando vio allí dentro su paquete
de galletas intacto. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el hombre había
compartido sus galletas con ella sin sentirse indignado, nervioso ni enfurecido.
Sintió vergüenza…
Ya no
había tiempo para disculpas, ni explicaciones. Él iba en otro
vuelo.
¿Cuántas
veces nos comemos las galletas de los demás? ¿Cuántas veces interpretamos la
realidad al revés de cómo es? ¿Cuántas veces pensamos que somos unos
desgraciados o que no tenemos suerte? Y ya que me he venido arriba haciendo
preguntas ¿Cuándo coño nos va a tocar El Gordo de la
Primitiva?
No
somos desgraciados. Tenemos mucha suerte. Somos unos afortunados pase lo que
pase con estas dos combinaciones
Víctor M. de Francisco
LA PRESILLA
Millones
como rosquillas
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