martes, 10 de abril de 2018

Galletas

No nos toca nada (bueno, la semana pasada 90 céntimos) y nos sentimos pobres, desgraciados, poco afortunados. Pero no es así. Las cosas no siempre son como creemos que son.

Os voy a contar una historia.

Fue en el aeropuerto Madrid Barajas cuando todavía se llamaba solo así. Un día de estos de huelga de controladores aéreos, que provocan unos retrasos insufribles.

Una muchacha aburrida, decidió comprar un paquete de galletas en una de las tiendas de la Terminal.

Cuando regresó a su asiento en una de las salas de espera próxima al embarque, buscó entretenimiento en su libro, que estaba muy interesante. A su lado se sentó un hombre que sacó una revista y también comenzó a leer.

Cuando ella cogió la primera galleta, el hombre también tomó una. Ella se sintió violenta, pero le dio vergüenza decirle nada. Y continuó leyendo.

Al rato se repitió la situación. Ella cogió una galleta y él, con total naturalidad, cogió otra. No se atrevía a decirle nada, pero su indignación hacía que no pudiera concentrarse y que volviera a leer el mismo párrafo una y otra vez sin saber lo que estaba leyendo.

Cada vez que ella tomaba una galleta, él cogía otra.

Estaba enfurecida. “Me están entrando ganas de meterle un puñetazo en el ojo” pensaba. De hecho, a punto estuvo de darle con el libro en la cabeza una de las veces que el tío descarado volvió a meter la mano en el paquete de galletas.

Así estuvieron hasta que tan solo quedó una. La chica, que aunque seguía mirando al libro, ya había abandonado por completo la lectura, pensó “queda una, a ver qué hace el sinvergüenza este”. Y no penséis que el hombre se acobardó. Todo lo contrario. Cogió la última, la partió por la mitad, se comió media sin inmutarse y dejó ahí la otra media.

La chica, a la que no le he puesto nombre, estaba enfurecida. Le iba a decir algo, cuando por fin anunciaron su vuelo.

Relajada, se sentó en su asiento, ya en el interior del avión, abrió el bolso para guardar su tarjeta de embarque y cuál fue su sorpresa cuando vio allí dentro su paquete de galletas intacto. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el hombre había compartido sus galletas con ella sin sentirse indignado, nervioso ni enfurecido. Sintió vergüenza…

Ya no había tiempo para disculpas, ni explicaciones. Él iba en otro vuelo.

¿Cuántas veces nos comemos las galletas de los demás? ¿Cuántas veces interpretamos la realidad al revés de cómo es? ¿Cuántas veces pensamos que somos unos desgraciados o que no tenemos suerte? Y ya que me he venido arriba haciendo preguntas ¿Cuándo coño nos va a tocar El Gordo de la Primitiva?

No somos desgraciados. Tenemos mucha suerte. Somos unos afortunados pase lo que pase con estas dos combinaciones


Víctor M. de Francisco
LA PRESILLA
Millones como rosquillas


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